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Año XXXVI - N° 425 - Setiembre 2018

Editorial

 

En defensa de la ética, escudo de la democracia

En alguna ocasión Winston Churchil expresó: La democracia es el peor sistema de gobierno diseñado por el hombre con excepción de todos los demás que se han inventado.

Analizando el concepto, vemos que existen países, mayormente los que fueron administrados por la socialdemocracia, donde se han conseguido avances sociales y económicos que son paradigmas para el resto del planeta. Son estados que en todos los rankings compiten por los primeros lugares en lo referente al grado logrado en educación, salud, libertad, transparencia, seguridad, trabajo, nivel de vida y satisfacción de su población. A todos ellos les caracteriza la casi inexistencia de corrupción.

En el otro polo están aquellas naciones donde el ranking evalúa cual tiene el menor nivel de desarrollo político y social, el mayor de delincuencia, de inseguridad, de paupérrimo nivel de educación y salud, de pésima distribución de la riqueza y muchos otros etcétera y etcétera. Todas se caracterizan por su altísimo nivel de corrupción. Lamentablemente nuestro país se encuentra en este segundo grupo compitiendo cada año por los primeros puestos.

Ello ocurre porque las instituciones no cumplen con lo que les compete, a cuya causa todo su andamiaje comienza a desmoronarse, dentro de un proceso de descomposición que inevitablemente culmina en una parodia de lo que llamamos democracia.

Cuando la corrupción campea y las elecciones de cargos electivos se manipulan desde el mismo proceso pre electoral con encuestas truchas, compra de votos en las internas de los partidos y en el día del sufragio, (robándole así al elector su soberanía en el único instante en que puede decidir su futuro), o a través de los integrantes de la mesa electoral que son sobornados para desvirtuar los resultados, si es que no son trucados por las mismas autoridades encargadas del control de la elección. Inevitablemente, en estos casos todo el proceso culmina en un gran fraude. Un simulacro: la llamada democracia de fachada.

De esta forma el proceso de descomposición es inevitable. De ahí el Poder Legislativo que tenemos y como prueba vale tener presente algunos hechos recientes acaecidos en la Cámara de Diputados donde, por ejemplo, a pesar de sus groseros estipendios,apenas una docena de sus 80 miembros renunciaron al privilegio de un seguro médico multimillonario pagado por el Estado, sin importarles las carencias que sufre la salud pública. Así como la sanción de una ley que les sirve de coraza para evitar rendir cuentas ante la justicia por las denuncias de delitos que hayan cometido. O también, por el bochornoso respaldo directo e indirecto de 53 de sus miembros a José María Ibáñez para evitar su destitución parlamentaria, a pesar de ser un delincuente confeso.

No obstante, este último caso, más que el escamoteo en sí mismo ya que el monto defraudado podría considerarse mínimo en relación a otros saqueos públicos, sigue siendo gravísimo pues revela algo mucho peor, que dos tercios de los 80 diputados carecen de ética cuando este atributo, junto con la probidad y capacidad, debería ser principal distintivo de todo parlamentario. De ahí a vender sus votos resulta lo más lógico y natural. Justifica el mote de dipuchorros con que se los conoce.

Con el advenimiento de la democracia en 1989, creímos que el absolutismo imperante durante la larga dictadura de Alfredo Stroessner (el tiranosaurio al decir de Augusto Roa Bastos), durante la cual su voluntad era la ley suprema, había sido definitivamente superado, pero durante los cinco años del gobierno de Horacio Cartes, aunque por otros medios, el modelo fue imitado. Como diría Lampedusa: todo tiene cambiar para que nada cambie.

Desde el Poder Ejecutivo se pretendió hacer tabla rasa de la Constitución y la ley para acomodarla a sus propósitos. Para ello se contó con la complicidad de una Corte Suprema dócil, sobre la cual pendía la advertencia del cháke. En cuanto al Legislativo, Cartes con bancada propia en ambas cámaras -integrada por legisladores colorados cartistas, del Únace y liberales cartistas, del sector que responde a Blas Llano-, tenía mayoría como para imponer su voluntad, incluso cuando la Constitución taxativamente lo impedía como la prohibición a la reelección presidencial, sólo posible vía asamblea constituyente y no con falaces resoluciones seudo jurídicas como la del referéndum, cual impusieron, en esta ocasión con el apoyo del luguismo.

Pero el atropello a la Constitución se encontró con la formidable barrera presentada por la ciudadanía, liderada por partidos de la oposición y de un sector del coloradismo, quienes no se amilanaron ante el brutal uso de la fuerza y en combativa y rebelde actitud, aún a costa de numerosos contusos, heridos y de la vida de un joven militante liberal, que sumado al apoyo internacional, frustró el atentado contra la República.

Mientras se luche habrá esperanza.

 

 
 

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